La merienda del niño.
14 Nov 2016
Divorciado.
Mi amigo Paco –lo llamaremos Paco para no complicarle más la vida– es
divorciado desde hace tiempo, de ésos a los que la mujer, un día y como
si no viniera a cuento, aunque siempre viene, le dijo: «Ahí te quedas,
gilipollas, porque me tienes harta», y se largó de casa. Al principio,
como tienen un hijo de ocho años, la cosa funcionó en plan amistoso,
pensión de mutuo acuerdo y demás, tú a Boston y yo a California. Pero la
ex legítima, cuenta Paco, se juntó con unas cuantas amigas también
divorciadas que empezaron a crear ambiente. Cómo dejas que ese hijoputa
se vaya de rositas, sácale los tuétanos, y cosas así. Lo normal. Además,
una de las compis era abogada, así que Paco lo tenía claro. Su ex lo
pensó mejor, se le puso flamenca, y al año de separarse le había quitado
la casa, el coche, el perro, las tres cuartas partes del sueldo y la
custodia del niño. «Y no me quitó la moto -dice Paco-, porque me
arrastré como un gusano, suplicando que me la dejara».
Desde
entonces, un día a la semana, mi amigo va a recoger a su hijo al cole.
En Madrid. Se trata, me cuenta, de uno de esos colegios pijoprogres de
barrio ídem, por Chamberí, con papis modernos y enrollados –«como lo era
yo, te lo juro, hasta que esa zorra me dio por saco», matiza Paco–,
donde a las criaturas se les quita horas de Lengua, de Historia y de
Ciencias para darles Valores y Buen Rollito, Estabilidad Emocional,
Dinámica de Grupo, Gramática de Género y Génera, Convivencia de
Civilizaciones, Acogida a Refugiados y otras materias de vital
importancia.
Paco tiene mala imagen en el cole de su hijo.
Seguramente se debe a que el curso pasado, en la fiesta de Halloween, o
de Acción de Gracias, o del Ramadán, una de ésas –Navidad o Reyes no
eran, seguro, pues no se celebran para no ofender a los padres y niños
no creyentes–, donde el asunto para disfrazar a los niños eran los
piratas del Caribe, a Paco se le ocurrió vestir a su hijo, que le tocaba
en casa ese día, con un parche en el ojo y una espada de plástico. Y
cuando la profesora vio llegar al niño de la mano de su padre, lo
primero que hizo fue quitarle el parche y la espada. El parche, dijo
indignada, porque podía herir la sensibilidad de las personas con alguna
minusvalía de visión ocular; y la espada de plástico, porque en ese
colegio las armas estaban prohibidas. Y cuando Paco argumentó que los
piratas llevaban armas para sus abordajes y masacres, la profe zanjó el
asunto con un seco: «También había piratas buenos».
Pero la peor
fama de Paco en el colegio de su hijo, piratas y parche aparte, viene de
la cosa alimentaria: la merienda. No hay una sola madre con hijo allí
que no sea una talibán de la alimentación sana; y como el gran enemigo
de las madres progres son la harina refinada y las bebidas carbonatadas,
cuando acuden a buscar a los niños todas van provistas de fruta
ultrasana, zumo de papaya virgen, pan de pipas, pan integral con
levadura madre enriquecida con semillas, jamón york ecológico, queso de
leche de soja o tortilla de huevos de gallinas salvajes que viven en
libertad, igualdad y fraternidad. Los carbohidratos, naturalmente, sólo
se consienten en los cumpleaños; y según cuenta Paco, basta pronunciar
la palabra Nocilla para ganarte una oleada de miradas asesinas. Al
principio, dice, esperaba a su hijo en la puerta del cole con la moto y
un donut o un bollicao. «Y como los otros críos miraban al mío con
envidia, no puedes imaginarte el odio con el que me trataban algunas
madres. Como si fuera un terrorista. Hasta dejaron de invitar a mi hijo a
los cumpleaños y fiestas de pijamas». Alguna, incluso, hasta se ha
chivado a la del niño: «Deberías vigilar lo que le da de comer tu ex
marido».
Así que, en los últimos tiempos, Paco y su vástago han
pasado a la clandestinidad en cuestión de meriendas, utilizando entre
ellos una jerga en código que los protege de la Gestapo materno-escolar.
Cuando el enano sale de clase con los compañeros, ya está adiestrado
para preguntar a su padre cosas como «¿Qué hay de lo que tú sabes?», a
lo que Paco responde, tras mirar prudente a un lado y a otro: «Tranqui
colega, ahora te lo paso». Entonces el zagal le guiña un ojo y pregunta,
susurrando esperanzado: «¿Foskito?». Pero Paco mueve la cabeza: «Hoy
toca zoológico», responde. Y mientras suben a la moto, clandestinamente,
ocultándolo bajo el anorak de su hijo, le pasa la pantera rosa o el
tigretón.
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